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Interacciones de calidad en la primera infancia: El arte como metáfora viva y el ambiente como cómplice poético

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Interacciones de calidad en la Primera Infancia: El arte como metáfora viva y el ambiente como cómplice poético


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Interacciones de calidad en la Primera Infancia: El arte como metáfora viva y el ambiente como cómplice poético

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Por: Jhon Niño, Coordinador del Jardín Infantil aeioTU – LB (Liceo Boston)

 

 

En los primeros años de vida, donde las palabras aún no alcanzan para nombrar el mundo, las interacciones de calidad entre niñas, niños, adultos y su entorno se tejen a través de un lenguaje silencioso pero elocuente: el de las metáforas sensibles. El arte, en su capacidad para transformar lo cotidiano en extraordinario, emerge como un territorio fértil donde niñas, niños y adultos co-crean significados a través de diálogos no verbales. Las instalaciones artísticas, las arquitecturas efímeras y los performances no son simples actividades, sino ventanas hacia un universo simbólico que dignifica su pensamiento y fortalecen los vínculos humanos y ecológicos.

 

Imaginemos un espacio donde cortinas de velos translúcidos se mecen al ritmo del viento, invitando a perseguir sombras danzantes o a construir refugios con telas que mutan de velas de barco en alas de mariposa. Estos escenarios, diseñados con intencionalidad poética, no decoran, sino que provocan encuentros. Una torre de cajas de cartón perforadas con agujeros se transforma en un laberinto de luces donde niñas y niños negocian turnos para descubrir secretos, mientras un suelo cubierto de hojas secas se vuelve un mapa para pisar sonidos olorosos. En estos entornos, cada objeto es una metáfora en espera, un guiño que despierta la curiosidad y motiva negociaciones creativas entre pares. Aquí, el adulto observa cómo las infancias dialogan con lo otro —el viento que acaricia las telas, la textura áspera de las cajas— y con otros, susurrando preguntas que amplían la exploración sin volverla rígida: “¿Qué pasaría si usamos espejos para atrapar esas sombras?”, convirtiendo la curiosidad en una danza colectiva de reflejos y risas.

 

 

El arte como metáfora viva

 

 

Las instalaciones artísticas actúan como mediadoras dialógicas. Un tendedero de hilos de colores entre árboles no es solo un telar gigante: es un espacio donde niñas y niños negocian patrones, hilvanando matemáticas y cooperación al decidir juntos: “¿Y si tejemos en zigzag?”. Un muro intervenido con papel transparente y pigmentos lavables permite pintar con agua, descubriendo cómo los trazos fugaces dejan huellas que se desvanecen como nubes. En estos actos cercanos al performance, el adulto practica el arte de servir y devolver: si una niña o un niño une palos y grita “¡Es un dragón!”, el educador no corrige niega o afirma, sino que devuelve la metáfora con complicidad: “¿Qué come tu dragón? ¿Volaría más alto con plumas?”. Así, la creación se vuelve un ritual de coautoría, donde el proceso —y no el resultado— es el corazón del aprendizaje.

 

En este ecosistema, las metáforas se encarnan en materiales que hablan con honestidad. La frialdad táctil de la arcilla, la resistencia elástica de una goma o la fluidez del agua que se escurre entre dedos curiosos permiten proyectar emociones y preguntas. Una niña o un niño que moldea un monstruo de barro no solo ejercita sus manos; está dando forma a un miedo o una fantasía, invitando a sus amigas y amigos a nombrar lo innombrable. Una niña o un niño que corre entre túneles de sábanas blancas no solo juega: está redefiniendo los límites de su cuerpo en el espacio. El adulto, como traductor poético, documenta cómo las emociones se proyectan en los materiales y, en momentos clave, interviene con preguntas que
amplían la exploración: “¿Qué pasaría si el monstruo tuviera un amigo de algodón?”. Su rol no es explicar, sino activar capas de significado que las infancias puedan habitar juntas.
Este acompañamiento ético se refleja en gestos sutiles. Al caminar descalzo sobre un sendero de texturas —arena, espuma, piedras lisas—, el acto sencillo deviene en una conversación sobre lo áspero y lo suave, lo seguro y lo desconocido. Cuando un grupo construye un domo de ramas y retazos de tela, el adulto no ofrece soluciones, sino que problematiza con poesía: “¿Cómo harían para que esta estructura abrace el viento sin caer?”. Así, el desafío técnico se vuelve metáfora de la convivencia, un ejercicio de escucha activa donde las manos pequeñas aprenden a equilibrar fuerzas y deseos.

 

La documentación de estos procesos son espejos del potencial colectivo. Fotografías de manos embadurnadas de pintura, videos de coros improvisados con palos y tambores, o registros de cómo un rincón oscuro se transformó en “cueva de estrellas”, no son solo recuerdos: son testimonios de interacciones de calidad. Al revisitar estas huellas, niñas y niños no ven productos, sino historias de diálogos: “Mira cómo Juan y yo mezclamos el azul con tierra para pintar la tormenta”, “Aquí decidimos juntos que las hojas serían monedas del bosque”. Este acto de visibilizar, tejido con lenguaje inclusivo, afirma su derecho a ser vistos como arquitectas y arquitectos de cultura.

 

El arte como metáfora viva

Educar en la primera infancia a través del arte y el ambiente es cultivar un jardín donde las metáforas son semillas de encuentro. Donde un charco no es solo agua estancada, sino un océano donde navegan las hojas; donde pintar con los pies bajo un toldo azul no es caos, sino un performance que celebra la libertad. En esta pedagogía de lo poético, cada interacción —mediada por la belleza, la sorpresa y el respeto— es un acto de confianza: confianza en que niñas y niños son capaces de tejer, con sus manos y sus preguntas, una red de significados que nos incluye a todos. Así, el mundo se revela no como un manual de instrucciones, sino como un poema colectivo en eterna reescritura.





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